El 9 de septiembre de 1898, los cielos de Londres, París, Viena y Roma se tiñeron de rojo y naranja, como suele ocurrir cuando las auroras se escapan de sus fronteras usuales y hacen una rara incursión en otras latitudes, donde la gente no está acostumbrada a su titileo.
Para quienes creyeron que esos cielos ardientes presagiaban un desastre inminente, la noticia del día siguiente sobre el asesinato de la bella y amada Isabel emperatriz de Austria a manos de un anarquista italiano confirmó sus temores.